Sobre maternidades y duelos
Querido Quien Seas:
Hoy me desperté pensando en los duelos. A la mayoría, cuando escuchamos la palabra "duelo", se nos viene a la cabeza la idea grande y dolorosa, casi innombrable, de la muerte de un ser querido. Pero no es de esos de los que quiero hablar.
Porque los duelos también pueden ser microduelos. Y digo "micro" solo para no faltarles el respeto a los otros, los inmensos que te dejan convertido en una sombra humana.
Y es que la palabra "duelo" viene del latín dŏlus, que significa dolor. De ahí que una de las acepciones sea la de "dolor, lástima, aflicción o sentimiento".
Duelo, doler, doliente, dolido... Y si bien la muerte es famosa por ser la que tiene la entidad de causar mayor dolor, lo cierto es que "a quien le duele, le duele", y hay muchos otros tipos de duelo, que no solo tienen que ver con la muerte.
Hablamos de dolor emocional, de dolor por las pérdidas, por los abandonos, por lo que debía ser y no fue, por las expectativas incumplidas, los sueños inconclusos, los pasados no cerrados, las traiciones de aquéllos en los que confiábamos, las ideas de cómo debería ser la vida...
¿Cuántos duelos atravesamos en nuestra larga (¿o será corta?) existencia?
Pienso en un niño y se me viene a la cabeza el dolor por una madre que no tiene tiempo de jugar con´él, el castigo de un padre que no supo calmar un berrinche, su rostro de desilusión por un siete que debería haber sido un diez o por un juguete que rompió sin querer, la grieta en el pecho por la sospecha (si no la certeza) de que no lo amaban como él creía o quería que lo amaran.
Un amor no correspondido,
Sentir que no se está a la altura,
Renunciar a un sueño por satisfacer a alguien...
Que se yo... tenía el pecho inflado de cosas y en el camino me acobardé, no me estoy atreviendo a hablar de lo que me está pasando a mí, y no era eso lo que se suponía que debía pasar. Son las maldiciones de escribir para otro, y eso es justamente lo que tiene este recuadrito del backstage del blog: hacerme creer que le estoy hablando a otro, cuando en realidad estoy hablándome a mí misma. Siempre estoy hablándome a mí misma. Porque salvo cuando escribo algo con una estructura: un cuento, el capítulo de una novela, una poesía, el resto de las veces escribo para mí: me escribo, me vuelco, me vacío con el solo y único propósito de comprenderme... o liberarme.
Y si parece que te escribo a vos, es porque en realidad no hay otro. Todos somos uno en eso que nos resuena. Mi "querido quien seas" es el destinatario de todas mis cartas y diarios desde que tenía... no sé... trece años. Obvio que sos vos, el que está leyendo esto. Pero también soy yo, porque tardé cuarenta años en descubrirlo pero la verdad es que no sé todavía quién carajo soy: por eso el "quien seas"... y por eso también el "querido", porque sin el querer, digo: sin el amor de la entrega y de la escucha, sin la comprensión y la ausencia de juicio, estas palabras no podrían gestarse ni parirse. Hace falta un lugar seguro.
Ahora sí te puedo hablar de qué pensamiento me asaltó y me hizo empezar a hablar de duelos.
Hace dos días fui al médico solo para que me confirmen que tengo una hernia inguinal. Otra, digamos: la segunda después de mis embarazos. De ahí que se viene una cirugía y una internación, pero no es eso lo que me afecta. Me dirás loca, pero las intervenciones quirúrgicas me dan cierto placer morboso que no entiendo, ni puedo explicar. Hay algo en estar ahí tendida, como dios vine al mundo, entregada al cuidado de alguien más. Por un par de horas alguien que no soy yo, se hace cargo de mí. Y a mí solo me toca confiar y seguir respirando.
Fantasía extraña: desear que otro se haga cargo de mí. Como si fuera una niña que no tiene que preocuparse de nada. Se lo dije a mi hermana, y se acordó del chiste de la madre que va al consultorio del psicólogo solo para acostarse al menos una hora en el diván y descansar. Es gracioso, aunque también un poco triste.
Pero, en fin, no es ese mi duelo: la cirugía en sí misma, digamos. No, no es eso.
Es la hernia. El tejido que se siguió rompiendo por debajo de la malla que ya me pusieron. La sensación de desgarro: me estoy desgarrando por dentro. Mi vientre está partido, roto, rajado. Mis tejidos perdieron la capacidad de sostener.
Tengo, por un par de semanas más, cuarenta años; y, por el resto de mi vida, tres maravillosos hijos. Desde chica, siempre soñé con tener cuatro. Después la vida me dio un cachetazo cuando perdí tres embarazos consecutivos (hablando de duelos). Eso dolió tanto que me resigné a que nunca iba a ser madre. Y después algo pasó, no me preguntes qué, porque no lo sé: pero un día tuve un atraso y terminé descubriendo que estaba embarazada. Y después otra vez. Y después, otra.
Por estos tiempos no estaba en mis planes volver a ser madre. No después de que el médico me haya dicho que terminó "abriendo el útero con el dedo". Mucho menos después de haberle preguntado qué pasaría "si venía un cuarto de rebote, sin querer queriendo", y me respondiera: "ya tienes tres hijos... ¿te arriesgarías a dejarlos sin madre por un capricho?". Me sonó fatalista, y, si tengo que ser sincera, ni siquiera esas palabras me terminaron de matar la fantasía de tener un hijo más.
Pero después está lo otro: el día a día, el cansancio, la falta de tiempo, el querer y no poder. Aprender, para enseñarles, a gestionarme a mí misma. Demostrarles que se puede. Que se puede estar en eje, madurar, diseñar una vida linda, ser feliz. Y claro: las tareas dela casa, la escuela, los grupos de padres, las reuniones informativas, los afiches, cuadernos, cartillas y flautas de última hora.
Querer ser más: más grande, más fuerte, más digna, más sabia para poder abarcarlos a todos y darles lo que se merecen. Pero no llego, me rompo. Y como mi cabeza se niega (dicen los psicólogos que la primera etapa del duelo es la negación), mi cuerpo se rompe para avisarme: "hasta aquí llegaste, mamá".
No es que no me alcancen mis hijos: son tres, y eso, sobre todo en las edades que tienen (diez, casi siete y casi cuatro), significa que a veces parece que fueran una docena. Pero no estaba preparada para el punto final.
El tiempo de una madre pasa de una forma tan vertiginosa, que nunca supe en realidad cuando fue la última vez que iba a amamantar, a sentir pataditas por dentro, a escuchar los latidos de otro ser creciendo dentro de mí. Nunca supe cuando fue la última vez que se dormirían en mis brazos. Y me resisto a aceptar que nunca más seré umbral para una nueva vida, que jamás tendré la posibilidad de vivir de nuevo ese milagro, que aunque haya otros bebés, ninguno será realmente mío (¿acaso alguno lo fue?) al nivel de sincronizar nuestros dormires y nuestras respiraciones.
Y eso me enoja. Me enoja saber que no fui yo quién tomó la decisión, que alguien más lo decidió por mí. Aunque pienso y también digo que tal vez fue dios quien lo hizo. No ese señor con barba blanca que está en el cielo.El otro (que en realidad es el mismo pero yo lo percibo diferente), es esa inteligencia superior que hace que las cosas sean como deben ser, el famoso "dios obra de maneras misteriosas", o el que no te da lo que deseas, sino lo que necesitas. No se si me entiendes: el que hace germinar las semillas y crecer las plantas, el que hace que el mundo funcione, bah... esas cosas que ningún ser humano es capaz de hacer por sí mismo (al menos no sin plagiarlo a él, que fue quien lo inventó todo).
Tal vez esta hernia y este final abrupto de mi esperanza de volver a ser madre, no es más que una forma de salvarme la vida. Mi fatalidad ya me está haciendo imaginar que muero en un parto de riesgo y dejo a mis tres hijos huérfanos. Será consuelo de tontos, fe, superstición...
Sea lo que fuera, lo cierto es que duele. Y me entristece.
Pero siempre fui renegada, berrinchuda y soberbia. Siempre quise hacer mi voluntad (sobre mí y sobre otros), asumiendo que sabía lo que era mejor en cada situación.
Quizás por eso mi oración de cabecera, esa en la que realmente pido lo que necesito, es esta:
"Concédeme Serenidad,
para aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor,
para cambiar aquéllas que puedo;
y Sabiduría,
para reconocer la diferencia".
La realidad es que nunca sé cuándo es demasiado, cuándo es suficiente, cuándo depende de mí, cuándo resistir, seguir remando y cuándo debo soltar, aceptar, ceder. Terca, taurina, parca, mula.
En fin, en esas estamos. No sé muchas cosas, pero creo que en esto hay algo claro: no es mi decisión. Aceptar eso ya me estaría dando la sabiduría para reconocer la diferencia, ¿no? Ahora solo me queda buscar la serenidad para aceptar el hecho que no puedo cambiar, y valor para transitarme a mí misma en ese camino, hasta que las grietas comiencen a cerrarse.
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