El derecho a no ser el mejor escritor
Escribo el título y me río. Suena ridículo, lo sé. Pero juro que hablo con fundamento de causa. Porque toda mi vida pensé que, para estudiar escritura y para ser escritora, tenía que ser la mejor, ganar concursos, ser reconocida, admirada y publicada por editoriales importantes. Si no iba a lograr eso, entonces mejor ni intentarlo.
Empecé a pensar en esto mientras escribía este otro post: "Para qué sirve el arte".
Es gracioso, porque cuando eliges estudiar otra cosa, nadie espera que seas la/el mejor en eso. Ni tampoco cuando eliges un deporte, o un hobby cualquiera.
Pero sobre la escritura como posibilidad de trabajo pesan cien prejuicios grandes como el mundo:
* los escritores se mueren de hambre
* las posibilidades de que una editorial te publique son de una en un millón
* levantas una piedra y sale un escritor
* no se puede estudiar para ser escritor
* solo se puede escribir si tienes alguien que te mantenga económicamente
* si eliges autopublicarte, ya tienes el fracaso asegurado (¿Sabías que autores como Jane Austen, Charles Dickens, James Joyce, Edgar Allan Poe y Virginia Woolf fueron autopublicados en alguna de sus obras? Y estoy convencida de que no hace falta ser un erudito de la literatura para conocer sus nombres).
Hoy pienso que en el mundo tal cual vivimos, no hay ningún obstáculo (más que los mentales) para poder hacer una empresa de la escritura. En realidad ser escritor no significa solamente escribir libros: escribir es una forma de vida y de estar en el mundo, es una habilidad, un talento, un arte, una técnica y un oficio. Es la materia prima con la que, junto a otros conocimientos y experiencias, se puede montar una empresa tan grande como la propia vida, y publicar libros es solo una de esas opciones.
Pero en fin, hubo un punto de quiebre en mi vida, y era eso lo que les quería contar en primer lugar.
Una de mis hijas, que ahora tiene 9 años, patina.
Hace un tiempo estábamos en otra provincia: habíamos viajado para uno de sus torneos de patín. La familia entera estaba ahí: mamá, papá y sus dos hermanos más chicos. Habíamos gastado en viaje, en alojamiento, en vestuario. Habíamos dedicado mucho tiempo en gestionar la logística para los entrenos, que siempre se hacen más largos y frecuentes en la previa a un torneo. Habíamos tenido que coordinar cuestiones de trabajo para poder viajar, dormimos poco y pasamos cerca de 9 horas en el club en donde competía.
Finalmente, después de mucha espera, mates lavados, nulas posibilidades de tener un almuerzo decente, el agotamiento por un día super caluroso y húmedo, y los brazos cansados por cargar intermitentemente a los otros dos niños que se nos dormían en la espera, llegó el momento. Ella se paró en la esquina de la cancha en posición, y apenas comenzó la música comenzó con su coreografía.
Brilló. Brilló con sus trenzas boxeadoras y su maquillaje llenó de glitter. Brilló con su malla de patinadora y sus patines mágicos. Brilló y no porque fuera la mejor en su categoría (no lo es ni esperamos que lo sea), simplemente brilló porque estaba siendo ella misma, haciendo lo que le gusta, lo que ama, eso en lo que se siente fluir.
Y les digo más, ese día ella se cayó en uno de los trucos. Y al segundo siguiente se levantó como si no hubiera pasado nada, y siguió patinando.
Cuando terminó su presentación fui a buscarla, emocionada por haberla visto tan grande y tan valiente frente al mundo. Le pregunté si le había dado vergüenza caer delante de tanta gente, y ella me respondió que no, que era lo mismo que caerse en un entreno, que quienes la estaban viendo eran otras patinadoras, como ella, que también se caían o se podían caer, y las familias de esas patinadoras. ¿Quién de esas personas sería capaz de burlarse de ella?
Y ahí, en ese momento, esa nena pequeña me dio una gran lección (además de un orgullo enorme que no me cabía en el pecho).
La miré, nos miré a todos como familia: lo que estábamos haciendo para apoyarla, la forma en que ella percibía ese apoyo y ese acompañamiento, cómo disfrutaba lo que estaba haciendo y de qué modo todo eso la fortalecía y fortalecía su autoestima. Nadie, absolutamente nadie en el mundo le estaba pidiendo o esperaba que ella fuera una campeona de patín. Simplemente nos esforzábamos para hacerla feliz. Y eso, inevitablemente nos hacía felices a nosotros. Porque la amamos. No hay más secretos que ése.
En un instante de reflexión miré hacia adentro y me encontré con mi niña interior: la vi chiquitita, escondida, avergonzada. Y fue ahí que decidí tratarla con el mismo amor que trataba a mi hija. Darle el mismo derecho y la misma oportunidad de escribir por el solo hecho de hacerlo y ser feliz, sin esperar que sea la mejor escritora, sin esperar siquiera que eso se convierta en su fuente de ingresos, sin importar que se caiga... porque también ella lleva años cayendo y volviendo a levantarse.
Gracias por leerme 💕
Mónica
qué momento tan revelador y tan bonito, te entiendo perfectamente, me pasa muy parecido, ¡saludos!
ResponderBorrarQué lindo saberlo! gracias por pasar por aquí y comentar
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